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Encierros y capeas

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ENCIERROS Y CAPEAS

Salvo algunas comarcas gallegas, raro es el pueblo español en que no se han celebrado a lo largo de los siglos espectáculos taurinos de una u otra clase y en que las reses lidiadas no han sido previamente corridas en son de fiesta por las calles del lugar. Sin faltar en absoluto u la verdad, millares de ciudades, villas, poblados y aldeas pueden invocar el carácter tradicional de sus encierros para recabar —y obtener— la oportuna autorización de las autoridades competentes.

En muchas regiones de España existen mitos y ritos, cuyas raíces se hunden en el más remoto pasado, estrechamente relacionados con los cornúpetas que se corren por las calles atados, en libertad, con las astas al descubierto o colocándose en ellas bolas de pez que se incendiaban antes de soltar al bruto. Tradiciones como el «toro de fuego», el «toro de la vega», e incluso el llamado «toro nupcial» tuvieron vigencia de siglos en determinados puntos de nuestra geografía. En todos ellos se pueden alegar con entero fundamento razones válidas para dejar sin el menor efecto la disposición que en el Reglamento de 1962 prohíbe estos o parecidos espectáculos.

Puede señalarse, y es cierto, que los encierros difieren bastante de las capeas, aunque en ocasiones se confundan con ellas y muchas veces los primeros se transformen en los segundos. En cualquier caso, no cabe duda del parentesco entre ambos espectáculos, ni menos aún de su antigüedad.

En efecto, si la corrida de toros conforme ha llegado hasta nosotros no se remonta más allá de finales del siglo XVII o comienzos del XVIII, las capeas la preceden no ya en centurias, sino en milenios. La lidia tumultuosa de una res vacuna en lugar cerrado o abierto con intervención de centenares de personas, guarda estrechas semejanzas con la captura y muerte del mismo animal entre los pueblos primitivos, y escenas de esa caza las encontramos en los refugios neolíticos del Levante español.

El documento más antiguo que tenemos con respecto a encierros y capeas es el Fuero de Tudela, otorgado en 1122 por Alfonso I el Batallador, en el que se alude a las reses que son llevadas a la población para capearlas en las fiestas con que se celebran bodas y esponsales. Y aunque dicho Fuero tiene ya una venerable antigüedad superior a las ocho centurias, no cabe duda de que el espectáculo de que habla es muy anterior al siglo XII.

Durante mucho tiempo el rasgo diferencial de la capea con otros festejos taurinos consiste en que no siempre se mata a las reses y en que los animales que se corren no son exclusivamente machos. La prueba de lo primero la tenemos en otro Fuero —el de Zamora, concedido en 1276— que dispone que, si el toro que se corre escapase de la plaza pública en que tiene lugar la capea, «mátenlo para que non faga danno«, lo que indica que no se suele sacrificársele cuando no logra escapar. En cuanto a la lidia de vacas en las capeas, sobran testimonios de las más diversas épocas y de todas las clases imaginables.

Como las capeas llegan hasta época muy cercana, consisten en la lidia desordenada y tumultuosa de una o varias reses en la plaza de cualquier pueblo. En el espectáculo no solían intervenir toreros profesionales. Aunque sí maletillas que soñaban con serlo algún día. La parte fundamental de la diversión estaba a cargo de los mozos del pueblo. Generalmente no se mataba a los animales, que eran devueltos al corral totalmente agotados. Resabiadas luego de ser capeadas muchas veces, las vaquillas ofrecían tan extraordinaria peligrosidad que con frecuencia daban lugar a los más dolorosos percances.

Tantas eran las desgracias que ocasionaban, que las voces de condenación y protesta obligaron a su prohibición. En 1908, siendo Ministro de la Gobernación don Juan de la Cierva, se publicó una orden prohibiendo terminantemente las capeas. La orden no surtió los efectos apetecidos, ya que durante más de veinte años los ministros que se sucedieron en el cargo tuvieron que volver a prohibirlas una y otra vez. Por fin, hacia 1931 se consiguió terminar definitivamente con un espectáculo que ocasionaba buen número de tragedias.

Por E. Guzmán